Vigésimo cuarto Domingo Del Tiempo Ordinario

 

12 De Septiembre De 2021

 

El Reino de Dios no se impone con autoridad o con poder, sino en el sacrificio de la propia vida en favor de los otros, pero esta lección es difícil. Pedro mismo no la entiende y por ese mismo camino de incomprensión camina el cristiano que quiere creer sin comprometerse con las obras.

 

ORACIÓN COLECTA

Oh Dios, fuente de salvación, tu Hijo Jesús, con su dolor y su cruz, nos mostró el camino de tu seguimiento. Ilumina con tu palabra a los que proclamamos a Jesús como nuestro salvador, y haz que, sin perdernos en las tinieblas, caminemos el camino que nos lleva a ti. Por nuestro Señor Jesucrito.

 

PRIMERA LECTURA: Is 50:5-9

La Sagrada Escritura no se cansa de recordarnos que, a pesar de las apariencias, son los justos y no los poderosos los que cambian el mundo. El sufrimiento del justo nunca es en vano.

 

SALMO RESPONSORIAL
R/ CAMINARÉ EN PRESENCIA DEL SEÑOR, EN LA TIERRA DE LOS VIVOS.

 

  1. Amo al Señor porque escucha,
    el clamor de mi plegaria;
    inclinó hacia mí su oído,
    el día en que los llamé. R/
     
  2. Me envolvían los lazos de la muerte,
    estaba preso en las redes fatales,
    me ahogaban la angustia y el pesar,
    pero invoqué el nombre del Señor;
    “!Ay, Señor, salva mi vida!” R/
     
  3. El Señor es muy bueno y justo,
    nuestro Dios es compasivo;
    el Señor cuida a los pequeños,
    Estaba débil y me salvó. R/
     
  4. Ha librado mi alma de la muerte,
    de lágrimas mis ojos,
    y mis pies de dar un paso en falso.
    Caminaré en presencia del Señor,
    en la tierra de los vivos. R/

 

 

SEGUNDA LECTURA: Sant 2:14-18

La fe sin obras es fe muerta. La fe sin obras no basta. Solamente el que ama a los demás y se sacrifica por ayudarlos puede dar testimonio de que Dios es amor y que ha dado su vida por salvarnos.

 

 

ALELUYA: Gal 6:14

Aleluya, aleluya.
Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz del Señor, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

Aleluya.


EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS: Mc 8:27-35

Jesús es el salvador del mundo. Pero un salvador como solo puede imaginarlo Dios: humilde, misericordioso, pobre. Solamente el que acepte el modo que tiene Jesús de salvar el mundo puede seguirlo y ser considerado discípulo suyo.

 

 

 

 

Tú Eres El Mesías

 

 

A lo largo de la historia, la sociedad siempre ha necesitado de líderes que colmen sus aspiraciones y les conduzcan en todos los sectores de la vida. Hay hambre de Mesías tanto en lo social, como en lo político, cultural o religioso.

Es por eso que el precursor del Existencialismo filosófico que fue Kierkegaard (1813-1858) hablaba sobre la “causa personal” en todo movimiento humano. Quería decir que todos nos sentimos atraídos por “una persona” ideal, ejemplar.

Dios nos ofrece en Jesús el Mesías ideal para los hombres. Así es como se nos presenta en el evangelio de este domingo. Cuando Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”, el único que acierta es Pedro afirmando: “Tú eres el Mesías”. Pedro no sabía bien lo que decía. Esperaba, como los demás discípulos, un Mesías guerrero, al tipo de David, que expulsara a los Romanos de Jerusalén y demás territorios que hoy llamamos “Tierra Santa”, desde Galilea a Judea, pasando por Samaria.

Pero Jesús es un “Mesías del amor”. Es la Palabra eterna de Dios Padre que se encarna para conducirnos como guía humano por los caminos de la moral y la espiritualidad evangélicas a la meta de la eternidad.

Es un Mesías que tiene que sufrir por nosotros. Hace suya la profecía de Isaías en la primera lectura de hoy: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba”.

Pero, junto al reverso de la medalla de un Mesías paciente, Jesús presenta el anverso de un Mesías glorioso: “El Hijo del Hombre tiene que resucitar al tercer día”. Tras el sufrimiento por fidelidad a Dios y por el bien de los hombres, Jesús llegará a la meta de la victoria final y definitiva, para no volver a morir. Nuestro Mesías está siempre vivo para interceder por nosotros ante el Padre, en todo lo que mira a la salvación de sus hermanos.

Ser cristiano es aceptar la personalidad completa de Jesús el Cristo, con su cara y cruz de la muerte y la resurrección. A los que quisieran un Mesías glorioso sin pasar por el túnel del calvario, Jesús les responde como a Pedro en el evangelio de hoy: “¡Apártate de mí, tentador”. San Pablo dice que Jesús crucificado es escándalo para unos y locura para otros, pero para los cristianos es la sabiduría de Dios, la locura del amor.

Ser cristiano es, además de aceptar el mesianismo de Jesús crucificado, seguirle por el vía crucis del calvario. “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”. Se trata de imitar a Jesús, aceptando los sufrimientos que comporta el cumplimiento del deber: la búsqueda sincera de la gloria de Dios y el bien de los hombres.

Es verdad que esta doctrina del seguimiento de Jesús hasta la abnegación y la cruz choca frontalmente con la concepción hedonista de la vida que hoy impera.

Jesús nos asegura: “El que quiera salvar su vida, la perderá”. En contra del egocentrismo de nuestro corazón pone el altruismo en favor de los demás. Jesús asegura que “es más dichoso dar que recibir”.

Finalmente, Jesús nos asegura que después viene la vida eterna. A los que piensan que la vida empieza en la cuna y acaba definitivamente en la tumba, les dice, lo mismo que a nosotros: “vivid con entusiasmo y alegría la esperanza en la vida sin fin”.

Pero la condición para ello es lo que nos dice Santiago en la segunda lectura de hoy: “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?”.

Practiquemos las obras de la solidaridad y el amor, si hace falta hasta la cruz. Así, gozaremos un día de la compañía feliz con Jesús en la vida eterna.

El teólogo sufí hispanomusulmán murciano poco conocido Ibn Arabi (1165-1240) decía: “aquel que ha sido atrapado por esa enfermedad que se llama Jesús, no puede ya curarse”.

Preguntémonos: ¿Me ha contagiado esa enfermedad que se llama Jesús, de tal forma que ya no me puedo curar de esa bendita y maravillosa dolencia?”

Quiero terminar con una poesía del toledano fray Damián de Vegas, poeta de mitad del siglo 16 titulada:

 

Estate, Señor, Conmigo

 

Estate, Señor, conmigo
siempre, sin jamás partirte,
y cuando decidas irte,
llévame, Señor, contigo;
porque el pensar que te irás
me causa un terrible miedo
de si tú sin mí te vas.
Llévame en tu compañía,
donde tú vayas, Jesús,
porque bien sé que eres tú
la vida del alma mía;
si tú vida no me das,
yo sé que vivir no puedo
ni si yo sin ti me quedo,
ni si tú sin mí te vas.
Por eso, más que a la muerte,
temo, Señor, tu partida
y quiero perder la vida
mil veces más que perderte,
pues la inmortal que tú das,
sé que alcanzarla no puedo
cuando yo sin ti me quedo,
cuando tú sin mí te vas.

 

j.v.c.