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Toda La Vida, Todo En Comun

Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la «máxima amistad». Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia. Seamos sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no sólo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo que era tu compañera, la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio» (Ml 2,14.15-16).

 

Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede sostener un nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de crecimiento. Pero «prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada»[123]. Que ese amor pueda atravesar todas las pruebas y mantenerse fiel en contra de todo, supone el don de la gracia que lo fortalece y lo eleva. Como decía san Roberto Belarmino: «El hecho de que uno solo se una con una sola en un lazo indisoluble, de modo que no puedan separarse, cualesquiera sean las dificultades, y aun cuando se haya perdido la esperanza de la prole, esto no puede ocurrir sin un gran misterio»

El matrimonio, además, es una amistad que incluye las notas propias de la pasión, pero orientada siempre a una unión cada vez más firme e intensa. Porque «no ha sido instituido solamente para la procreación» sino para que el amor mutuo «se manifieste, progrese y madure según un orden recto»[125]. Esta amistad peculiar entre un hombre y una mujer adquiere un carácter totalizante que sólo se da en la unión conyugal. Precisamente por ser totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación. Se comparte todo, aun la sexualidad, siempre con el respeto recíproco. El Concilio Vaticano II lo expresó diciendo que «un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida»

 

 

(Tomado de la Exhortación Apostólica: “Sobre el amor en la Familia”)

 

 
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