El rio que surge del manantial y corre hasta los valles donde estamos nosotros, es Dios Hijo, Jesucristo. Es el Hijo que nos muestra al Padre. Es Cristo que nos hace notar la maravilla del manantial invisible, a los que beben del agua de ese rio.

La que nos coge de la mano y nos lleva hasta el rio es Su Madre, la Virgen María.

El Espíritu Santo, es Dios que nos hace sentir la sed y nos hace saborear esa agua fresca. Es Dios que te hace diferenciar las aguas de los ríos, mares o charcos contaminados, con otras aguas limpias. El Espíritu Santo te hace digerir el agua que has bebido, para convertirla en Vida Eterna.

El Espíritu Santo es también el que hace que te des cuenta del aroma de la hierba, las flores y los árboles. Hace que te amoldes a la corriente del riachuelo. Nosotros caminamos por el camino de la vida, siguiendo el curso del río y bebiendo de él.

Sin embargo, hay momentos en la vida en los que el camino se aleja del río, o somos nosotros los que nos alejamos de él. En tales momentos, nos detenemos un momento, escuchamos con el corazón las silenciosas llamadas de María, percibimos el sonido de la corriente y volvemos a Jesús.

Algún día, siguiendo este camino de la vida, llegaremos a la meta que es el mar. Dios que es el manantial, también se convierte en un inmenso océano.

Cuando llegue ese momento, nosotros también nos zambulliremos en el rio, moriremos como Jesús y con Jesús, y como Él y con Él, nos dejaremos llevar por la corriente y entraremos en el océano.

Nosotros, convertidos en gotas de agua, no nos transformaremos en dioses, sino que viviremos siendo constantemente abrazados por Dios. Viviremos el eterno presente con alegría junto a nuestros seres queridos.

J. Garralda 
Traducido del original en japonés